A 40 años de aquella máxima alfonsinista de que “con la democracia se come, se educa, se cura”, al actual 52% de pobreza, con un Estado que en lugar de abordarlo, tiende a desentenderse y desaparecer, ¿el voto alcanza?

Todos recordamos aquella promesa de Alfonsín, y recordamos la frustración que nos produce que no se haya cumplido. Creo que hay que recordar que era una promesa de campaña. Que la democracia no es un dispositivo para producir prosperidad y distribuirla, y no es un dispositivo para producir bienes públicos y distribuirlos. Es un dispositivo para seleccionar a la dirigencia que conduce por períodos limitados los destinos de la sociedad, en todo o en parte. Es un dispositivo diseñado para que podamos conversar y ponernos de acuerdo, y también para que podamos confrontar de un modo civilizado y no violento. Es un dispositivo que nos permite discutir qué creemos que es lo mejor, y sobre todo, aceptar que los otros también tienen razón en sus creencias y hay que tenerlas en cuenta. Y por lo tanto todos tenemos que aspirar a sub óptimos, es decir, todos tenemos que estar dispuestos a perder y no solo a ganar. Pero no necesariamente es un dispositivo capacitado para producir salud, educación y alimentos para todos. Hay muchas democracias bastantes robustas institucionalmente que no producen esos bienes. América Latina es un ejemplo. Buena parte de los países de América Latina tienen hace mucho tiempo regímenes democráticos, y sin embargo tiene déficit en la provisión de esos bienes. Y tenemos que pensar también en regímenes como el chino, que sin ser democráticos, se ha mostrado como capaz de producir educación, salud, y comida, para muchos cientos de millones. Creo que parte del riesgo de recordar aquel dictum de Alfonsín es que le pedimos a la democracia algo que le tenemos que pedir a otros, que le tenemos que pedir a las élites, a las clases dirigentes, que tenemos que pedir a otras instituciones.

Pero esas reglas las debiera imponer la democracia.

Si, sin dudas. Ahora, la democracia argentina ha producido muchas cosas buenas, ha producido la capacidad de no matarnos. Hemos atravesado en 40 años crisis económicas, sociales y políticas muy graves, y las hemos resuelto de un modo democrático, a través de la palabra y no a través de la fuerza.  Ha producido o reconocido u otorgado derechos que para determinados sectores de la población son muy importantes. El derecho al divorcio, el derecho a la interrupción del embarazo, el derecho al matrimonio igualitario. Son derechos muy importantes. Ha ampliado el alcance de algunos de los bienes públicos, aunque no su calidad. Ha ampliado el alcance de la educación universitaria, aunque no la calidad de la educación universitaria. Todos esos también son resultados de la acción democrática. Creo que los problemas de la Argentina no tienen que ver con la democracia. Pensar que tienen que ver con la democracia, habilita la sospecha de que sin democracia se podrían resolver. Y yo creo que aún si se pudieran resolver algunos de ellos –y voy a hacer una aclaración en un paréntesis que creo imprescindible: toda la evidencia acumulada indica que los regímenes no democráticos no son más eficientes que los democráticos para producir ni prosperidad ni crecimiento económico, etc; yo considero el caso chino, pero no es la norma, es una excepción; en general los regímenes autoritarios son peores que los democráticos; pero si aún fuera posible pensar que en un régimen autoritario vamos a solucionar algunos de esos problemas, yo creo que debemos defender la democracia, porque es una forma de vida, no solo es una forma de hacer más eficiente a la economía.

Volviendo al título de su exposición, “El desafío de pensar un Estado en un país fragmentado”, suponiendo que Estado y sociedad civil sean las dos caras de una misma moneda, ¿cuál es el desafío de la democracia para desfragmentar lo fragmentado?

Son preguntas difíciles para las que no sé si tengo respuestas. Pero algunas intuiciones o reflexiones que quizás ayuden a que lo podamos pensar. Lo primero que diría es, dado las historias recientes, yo no estoy seguro de compartir la idea de que Estado y sociedad civil son dos caras de la misma moneda. Yo me sitúo más bien en la trayectoria del pensamiento de Juan Carlos Portantiero, del Portantiero de la democracia, del Portantiero que estuvo de hecho muy próximo a Alfonsín y que fue uno de los autores del discurso de Parque Norte, que en un artículo de fin de siglo que publicó el diario Vanguardia -porque lo escribió para un aniversario de ese diario- Portantiero decía que nuestra sociedad estuvo muy tensionada entre la idolatría del mercado y la idolatría del Estado, y que las políticas estadocéntricas también fuero muy nocivas; que él estaba persuadido que lo que tenía que ponerse en el centro era la sociedad, ni el Estado ni el  mercado. Y yo creo efectivamente que el Estado y el mercado son dos dispositivos institucionales que tienen que estar al servicio de la sociedad, y que tenemos que poner el énfasis en el desarrollo de la sociedad civil, en la creación de instituciones próximas a la ciudadanía, administradas por la ciudadanía, en las que el poder se distribuya y esté cerca de las y los ciudadanos. Que esa sería una forma de contribuir a la desfragmentación de la sociedad. De todos modos, la fragmentación de la sociedad es un proceso que tiene muchas causas, no sólo la dinámica de la política que en nuestro país ha sido muy verticalista a pesar de los discursos supuestamente progresista que condujeron a la Argentina durante los últimos 20 años casi en continuidad, discursos falsamente progresistas porque concentraron la riqueza, y concentraron el poder y lo ejercieron verticalmente. Y yo creo que no sólo hay que distribuir la riqueza sino también distribuir el poder, distribuir la capacidad de autonomía de la ciudadanía para tomar el destino en sus manos.  Ahora, si bien esa es una dimensión de la fragmentación, hay otra que tiene que ver con la fragmentación económica, y con el modo en el que los sectores más ricos de la sociedad se han disociado del destino de la sociedad, y el modo en el que los sectores más ricos se han convencido –y en buena medida, con razón, desde el punto de vista empírico- que lo que pase con ellos no tiene que ver con lo que pase con el resto de la sociedad, y que dejan de estar implicados con el resto de la sociedad. Y hay dimensiones culturales de la fragmentación. Es una época que, en parte por la estructura social, en parte por los cambios en las estructuras productivas y laborales, en parte por las tecnologías, la sociedad está en un proceso de tribalización.  Y quizás tenemos que encontrar las formas de reconocer las culturas, lo valioso y específico de las culturas tribales y locales, pero armonizarlas en un sistema de que también haya una idea de un interés general, de un interés, común, etc.

Apelando a su programa radial relacionado la fábula de “El zorro y el erizo”, ¿qué nos puede enseñar hoy esa fábula?

“El zorro y el erizo” es una imagen que un filósofo político del SXX, Isaiah Berlin, toma de un verso clásico de la Grecia Clásica, y lo que dice Berlin es, el erizo sabe una sola cosa muy grande, y el zorro sabe muchas, y va. Creo que nuestra sociedad necesita zorros y erizos. Todas las sociedades necesitan zorros y erizos, necesitan del especialista que sólo sabe de algo, que arma un sistema, y necesita gente que pueda ir curioseando de un lado a otro.

Pero que no sean enemigos.

El zorro y el erizo no pueden ser enemigos. Tienen que comunicarse de un modo tal que lo que sabe uno y lo que quieren los otros sea algo que se pueda compartir, socializar, distribuir, etc. No creo en una sociedad sin conflictos. Creo que además una sociedad sin conflictos es una sociedad muerta, el conflicto hace crecer, el conflicto induce al cambio, el conflicto obliga a revisarse uno mismo, el conflicto fuerza el reconocimiento de los otros. Pero una sociedad que sea puro conflicto es una sociedad muy hostil, muy difícil de habitar.